Arcadas

El hastío y la náusea constante predominan en mi vida desde hace tiempo. Sentir que mi estómago ha sido llenado con el charco más sucio del mundo ya es algo bastante normal para mí; me imagino la infinidad de lombrices y larvas que habitan en él. Mis uñas son negras y tengo problemas con la próstata desde hace tres meses; el ardor que siento al orinar es tan grande que quisiera arrancarme el pene y hervirlo para después masticarlo —cosa que sería inútil, ya que él no tiene la culpa—. En la cabeza tengo más pelusa que cabello y apuesto a que nadie nota mi calvicie, ya que las miradas de la gente siempre se dirigen hacia la sonrisa amarilla de pocos pero grandes dientes que tengo y se intrigan con la enorme cicatriz que ocupa el lugar que le corresponde a mi ojo izquierdo. Respiro con mucha dificultad y mi aliento es peor que el de un perro de basurero. No logro dormir más de cuatro horas y mis ojeras son enormes. Mi cuerpo no es más fuerte que el de un esqueleto y me cuesta mucho trabajo caminar sin ayuda de un bastón, aunque usualmente ando en silla de ruedas… Soy un ser desagradable, no hay más.

Pienso mucho en lo poco que vale seguir viviendo siendo un asco y he considerado el suicidio, pero creo que hacer eso a mis setenta y cinco años sería algo carente de mérito. Aguantaré, siento que ya no falta mucho.

Sé que tal vez ahora estés llena de asco al imaginar mi situación. No te culpo, mis arcadas son enormes cuando me miro en el espejo. Aún así, no me importa, lo único que quiero es que me recuerdes —de la manera que sea—. Después de todo, si aguanté tanto, fue por la esperanza de que algún día vendrías a verme.

Ya no estoy, pero me sé triste al saber que estás leyendo esto. Qué lástima, si hubieras venido mientras seguía vivo, hubieras obtenido la mejor versión de mí.

 Confío en que tu curiosidad te matará. Adiós.