Carta del día de tu nacimiento

Enterarme de tu llegada fue una noticia que no esperaba; sin embargo, la felicidad con la que todos hablaban de ti me terminó contagiando y dejé de creer que era una mala idea. Asumí con orgullo —más por obligación que por gusto— el hecho de que poco a poco terminaría convertida en una vaca y que todas las dietas y ejercicio que hice a lo largo de mi vida se arruinarían tan solo por tener que llevarte en mi vientre. Es estúpido, ¿sabes? No puedo creer cómo es que algo a lo que todos se refieren como un milagro hermoso puede nacer de algo tan horrible y desagradable como un cuerpo hinchado y mucho dolor. Por si fuera poco, aún no logro descifrar quién es tu padre. Pero no importa, aún así te quiero y eres bienvenido; nada puede arruinar el hecho de que quizá tu existencia ayude a mi labor de querer convertir este mundo en un lugar mejor. O al menos eso me sigo diciendo para engañarme.

Aún recuerdo la tarde en que supe de tu llegada, llevaba una semana de náuseas y escalofríos. Al principio pensé que era una gripa, después creí que era gonorrea o alguna de esas cosas que pasan cuando eres lo que todos llaman Una Puta. Yo no pedí nacer bella, ¿sabes? Mucho menos ser estúpida. Pero bueno, para qué desviarnos, tras la semana de náuseas y escalofríos finalmente decidí acudir al hospital. Fue un chequeo rápido y el doctor tenía sospechas, aunque no me decía nada. Me sacaron sangre y me pidieron volver a los tres días por mis resultados. No hizo falta que volviera, al parecer a todos les gusta mucho la idea de seguir sobrepoblando este mundo, así que la secretaria del médico me llamó tan pronto como supo mis resultados. “Felicidades, va usted a ser madre”, me dijo la muy estúpida, como si ser madre fuera un premio o algo así. Y si lo es, ¿por qué entonces Dios habría de darnos ese privilegio sólo a las mujeres? ¿Será que considera eso una buena compensación por todo lo que hizo mal? No lo sé, pero bueno, me da gusto saber que vienes. O al menos eso me sigo diciendo para convencerme.

Poco después de saber que llegarías, me puse a enlistar las opciones de quién podría ser el padre de semejante bastardo. No fueron tantas, debo decir, sólo sospechaba de tres o cuatro imbéciles, nada del otro mundo para Una Puta; de hecho, creo que fueron pocos. Para mi mala suerte, entre cada sospechoso no había más de un día de diferencia, así que podría ser cualquiera de los tres o cuatro. Y como al final son unos buenos para nada, preferí no seguir investigando y por eso terminaré diciéndote que tu padre murió al nacer o que eres hijo de Jesucristo. Algo me he de inventar.


Pasaron los meses y mis predicciones no fallaron: comencé a sentirme una vaca y cada kilogramo que aumentaba era el equivalente a odiarte más que el kilo anterior. Las primeras veces sentía culpa, pero con el tiempo aprendí a tragármela y cada vez disfrutaba más poniéndote apodos que nadie entendía más que yo. Odiaba tus patadas y el sentir tu movimiento dentro de mí. Odiaba el ver la pantalla del ultrasonido y ver que algo tan pequeño era capaz de joder tanto. Te odiaba junto a tus tres o cuatro posibles padres. Pero lo más importante, odiaba mi existencia y mi estupidez.

Terminamos teniendo una relación demasiado rara, parecía que estabas enterado del odio que sentía por ti y hacías todo lo posible por no dejarme dormir en la noche al estar moviéndote tanto o presionando mi vejiga para que me levantase cada diez minutos a orinar. Eras un feto muy inteligente, debo decir; aprendiste a odiar casi tan bien como te odiaba yo. Y qué bueno, porque fue eso lo que al final me hizo sentir orgullosa: traería al mundo a un bastardo con más coraje del que yo nunca tuve. O al menos eso me sigo diciendo para motivarme.

Supongo que para estos momentos ya debes estar llorando, si es que has llegado hasta esta parte de la carta. Puedo apostarlo por el simple hecho de que tus abuelos son unos hipócritas; estoy segura de que te mintieron diciéndote que morí durante el parto pero que te esperaba con todas mis fuerzas y que te quería más que a nadie; seguramente también te dijeron que tu padre murió en la guerra o en algún accidente que lo enaltezca. Claro, ellos, tan perfectos, no podían dejar que te enfrentaras al mundo sabiendo que tu madre siempre te odio y que tu padre no sabe que existes. A nadie le conviene que se te active ese sentido criminal que heredaste de semejante ser tan desagradable (yo, tu madre). O al menos eso me sigo diciendo para poder reírme.

Debes saber que no me arrepiento de haberte parido, pero también debes saber que lo hice con una intención: tienes que odiar al mundo más que yo. Tienes que odiar al mundo como me odiabas a mí desde antes de nacer. Destruirlo y cobrarte todo eso que no es de nadie sino mío.

No te abandoné, me maté para darte la fuerza que sientes justo ahora que terminas de leer esto. Tu padre no sabe que existes, pero yo existí por los dos.

Te odio, pero te respeto mucho.

Adiós.