Inquebrantable

Hace unos días me cagué en la sala. Así, sin más; decidí quitarme el pañal y aventarlo tan lejos como pude. Después, con una serenidad digna de cualquier artista respetable, me dispuse a crear el mojón más perfecto que la humanidad haya visto. Podría decir que se parecía un poco al pensador de Rodin, pero superior: una perfecta escultura resultado de la máxima concentración, un gran reflejo de nuestro siglo. Vaya obra maestra. Gracias, puré de manzana; gracias, supositorio que no creía necesitar.


Como era de esperarse, mi madre no supo valorar mi gran creación y, después de un par de fuertes nalgadas, decidió encerrarme en lo que bauticé como La Cárcel del Carácter. El lugar más frío y oscuro del planeta, donde hasta las mentes más poderosas podrían perder su sensatez. Un sitio que sólo podían soportar los valientes de corazón, con una estructura más alta y fuerte que la de cualquier prisión de máxima seguridad; lejos de mis juguetes, la televisión y la tierra del jardín, sin posibilidad alguna de salir. Incontables han sido las horas que he pasado en aquel horrible rincón, así como las que he buscado una ruta de escape, algo que sin duda me ha hecho más fuerte.


La rutina siempre ha sido la misma: hago algo malo, mi madre se enoja, me nalguea, me encierra, me libera esperando haber quebrantado mi espíritu, se da cuenta que no funciona, se vuelve a enojar y me vuelve a encerrar. O al menos eso esperaba que sucediera esta vez. Pero no fue así.


Pasaron uno, dos, tres días. Ahora sí me saca. Nada. Esta vez el enojo de la vieja parecía no tener final. Lo peor: fui sometido a una dieta de fórmula de crecimiento, y nada más. Había escuchado de Guantánamo, pero nunca pensé que existiera tal crueldad hacia un ser humano. Oh–santo-destino, mi propia madre se había convertido en mi verdugo, qué tragedia.


¿Y ahora qué? ¿Intentar escapar? Imposible. ¿Mandar una carta de rescate? No sé escribir. ¿Llorar por perdón? Primero muerto… Eso. Sí, eso era: una huelga de hambre. Ninguna madre es capaz de ver morir a su hijo y no hacer nada. Adiós, estúpida fórmula de crecimiento. Adiós a tu enojo, vieja loca.


Y empecé. Como era de esperarse, mi verdugo intentó alimentarme a la fuerza, pero falló. Las veces que lograba introducirme algo de comida en la boca, yo de inmediato la vomitaba. Maldita, esto es la guerra, le decía sin decirle.


Aguanté la batalla con estoicismo por un par de días, pero al tercero me sentía mareado. No dormía por temor a ser atacado en mis sueños. La paranoia comenzó a invadirme; aquel rincón parecía cada vez más frío; escuchaba los gritos de mis juguetes, sufrían tanto como yo. Estaba cansado. Pero no cedí, la lucha seguía. Pronto llegará la paz, aguanta, me decía buscando animarme.


Al cuarto día no pude más, vi mi vida —con sus pocos meses bien contados— pasar frente a mis ojos. Estaba derrotado, no había más qué hacer. Y lloré por primera vez en la historia. Me traicioné y lloré por perdón; ya no tenía nada que perder, excepto el orgullo que me atrapó en ese rincón. Maldita sea, toda una vida de valentía tirada a la basura por hambre, qué tipo más básico.


Sabía el precio de rendirme, así que tuve que llorar durante horas hasta que por fin mi madre vino a mi rescate. Al mirarme, su rostro se lleno de lágrimas y, con la voz más tierna que haya usado conmigo jamás, me pedía perdón. Ella. A mí. Perdón por hacerte esto, decía. Tú no tienes la culpa, decía. Y se soltaba a llorar con más fuerza, y yo lloraba con más fuerza. Y después ella ahogaba mis gritos. Fue entonces que lo tuve claro.


Me voy a morir aquí, en tus brazos, maldita. Para que siempre recuerdes el día que dejaste morir a tu hijo. No tienes perdón, maldita.


Gané, maldita.