Reflejo interior

Son incontables las veces que me miro sin reconocerme. Me paro frente al espejo al salir de la regadera, limpio la capa de vapor que deja el agua caliente sobre el vidrio y me contemplo de pies a cabeza. Me palpo una teta, luego la otra, las tomo con la mano abierta y las dejo caer: siento su peso, pero sé que la del espejo no soy yo. Hago gestos y siento los músculos de mi cara moverse, pero sé que la del espejo no soy yo. Alzo los brazos, me miro las axilas, agito la cabeza y siento mi pelo mojado caer contra mi espalda, pero no me reconozco para nada. Me doy la media vuelta para mirar mis nalgas en el reflejo, pero sigo sin ser yo. Me acerco para mirarme con más detalle, veo mis pestañas y parpadeo al mismo tiempo que la del espejo, pero sé que no soy yo. Me reviso la entrepierna y me desconozco aún más; de no ser porque orino por ahí, diría que tengo un órgano inservible. Mirarme desnuda es un ritual que detesto pero que no puedo evitar hacer día con día, es adictivo.

Por fortuna, después de la ducha, viene mi parte favorita: vestirme y maquillarme. Decidir cómo quiero verme es algo que el espejo no puede arruinar. Y elijo una falda o un vestido o un pantalón y los zapatos o tacones o botines que mejor funcionen y después me seco el pelo y lo peino o lo dejo suelto o lo amarro y después me depilo el bigote y la ceja y me pongo rímel o labial o polvo; el orden no importa, me maquillo. Y cuando tengo todo listo, me doy los últimos toques, me perfumo y procedo a mirarme de nuevo al espejo. Y entonces me reconozco de nuevo. Ésa del espejo sí soy yo, parpadeamos al mismo tiempo y nos vemos igual de hermosas, mucho más que antes. Sí, soy el cliché de la mujer que se transforma con maquillaje. En mi caso, la mona vestida de seda sí se convierte en algo mejor.

Mierda, siempre me olvido lo más importante. Eso que odio más que pararme desnuda frente al espejo: ocultar lo que menos me gusta de mí. Entonces me quito la falda o el vestido o el pantalón y los calzones. Después, me siento en el retrete, abriendo bien las piernas para hacer más fácil el proceso. Entonces me agarro los testículos y los empujo hacia adentro. Es doloroso, pero la belleza cuesta. Una vez vaciado el escroto, jalo el pene hacia atrás y uso la cinta para pegarlo en su sitio.

Vuelvo a mirarme al espejo de pies-a-cabeza y reconozco que mi mayor mentira vuelve mi realidad mucho más llevadera.

Qué importa que la verdad sea cruel. Siempre podrá disfrazarse.