Un llanto interminable

I.

Nadie sabe cuántas lágrimas ha derramado ni cuántos cigarrillos lleva consumidos durante todos los días que lleva sentada ahí. Está claramente aturdida, exprimiendo sus recuerdos con la vista perdida hacia ningún lugar en particular. Lo único que se sabe es que debe ser la mujer más triste del pueblo —algunos apostarían que hasta del mundo—. Su rostro delicado y sus ojos tan hermosos hacen que sea imposible ignorarla al pasar por ahí; eso y el hecho de que además eligió un gran sitio para exhibir su tristeza la han convertido en la principal fuente de atracción en un pueblo donde no suele pasar nunca nada. Y ella lo sabe, pero no le importa, es indiferente a las miradas y preguntas que la gente le hace al pasar por ahí. Han sido varias personas las que han intentado acercarse a ayudarla, pero ella simplemente las ignora y grita si alguien intenta tocarla. Por eso es que ya todos se limitan solamente a contemplarla, para después ignorarla, como si de una estatua se tratara.

Hay quienes dicen que está ahí porque es un ángel al que mandaron con el encargo de rellenar el mar; después de todo, la esperanza por la salvación no ha muerto. Algunos más dicen lo usual y poco creativo, que sufre por un amor mal logrado (y todas las variables de historias de desamor que existen). Otros, los menos, dicen que su llanto es el de alguien que siente mucha culpa, quizá es una asesina o una pecadora exagerada; “alguna puta que apenas adquirió conciencia”, se escucha por ahí. La cosa es que nadie sabe la verdad, y a pocos les interesa, ya que lo único que importa ahora es mantener vivo el morbo.

II.

Hace meses que la vi por primera vez. Más que la razón de su llanto, me intrigaba el contraste que provocaba su belleza en un paisaje tan horrendo y olvidado por Dios, nunca antes había visto el sufrimiento con un rostro tan hermoso. Mi intriga era tanta, que a los diez días de pasar frente a ese lugar y admirarla durante una o dos horas cada vez, me atreví a acercarme y sentarme a su lado. Sabía que no hablaba con nadie y que no reaccionaba ante comentario alguno, pero no me importó, tenía que intentarlo.

Intenté con lo básico: le pregunté su nombre, halagué su belleza, hice un chiste, le pedí un cigarrillo (que no me dio), le hablé del clima, le conté un poco de mí… y, como era de esperarse, no recibí respuesta, ni siquiera una mirada. Me quedé en silencio a su lado durante mucho tiempo, escuchando los sonidos de aquel pueblo donde se podía percibir hasta el sonido de una cuchara al caer y chocar contra el piso, o el de su cigarrillo cada que daba una calada. Llegó la noche y los sollozos de la mujer comenzaron a arrullarme, por lo que el sueño no tardó en aparecer, así como también la sorpresa al ver que sus ojos no dejaban de producir lágrimas que seguían saliendo sin control. Me despedí y prometí regresar al día siguiente, aunque no le importara.

Al día siguiente en el trabajo no pude pensar en otra cosa que no fuera ella. Me preguntaba cómo hacía para mantenerse tanto tiempo despierta y sin alimento, cómo era posible que siguiera produciendo tantas lágrimas y por qué había elegido este pueblo para desvivirse en llanto. Para entonces ya no me quedaba duda de que era un ser demasiado especial, quizá ni siquiera de este planeta, comenzaba a creerme la teoría de que se trataba de un ángel enviado a la tierra con alguna misión (fuera la de rellenar el mar o no). 

Terminó mi jornada laboral y por fin pude ir a visitarla. Me senté a su lado y seguí contándole cosas sin relevancia: le hablé sobre mis amigos y sobre mi familia, le conté a medias lo mucho que me gustaba pescar antes de que fuera ilegal y le expliqué algunas de las teorías que se habían inventado en el pueblo acerca de su aparición en esa orilla. Al final, lo mismo, ni una sola reacción especial hubo ante mi presencia. Me despedí y prometí volver al día siguiente, aunque no le importara.

Así pasaron dos o tres semanas, conmigo sentado a su lado y contándole cosas que claramente no le importaban. Comencé incluso a llevar mis propios cigarros para hacerle compañía también con eso. Yo sabía que mi presencia no significaba nada para ella, pero a mí me gustaba ir a visitarla, disfrutaba acompañarla mientras le contaba cosas sobre mi día, sobre mi vida o sobre lo que fuera. Si bien ella era indiferente ante mi existencia, para mí se había convertido en algo fundamental el ir todas las tardes a visitarla y platicar recibiendo como única respuesta sollozos y el haber desarrollado ya una adicción terrible al cigarro. Además, descubrí que los leves sonidos de su llanto me ayudaban a invocar el sueño, nunca antes había dormido tan a gusto.

La gente del pueblo comenzó a inventar rumores acerca de mí también, diciendo que ya me habían contagiado la locura. Me importó poco y con el tiempo aprendí a ignorarlos. Las personas en el trabajo y por la calle se acercaban para preguntarme qué pretendía y por qué lo hacía, yo simplemente les contestaba alzando los hombros expresando un “No lo sé”. 

Poco a poco comencé a perder el habla y la capacidad de interactuar con las personas. Ya sólo era capaz de platicar con ella, Mi Mujer Hermosa De Llanto Interminable. Hacía mi trabajo y todo lo demás pensando en ella, contestando ante cualquier intento de interacción humana con ademanes y gestos que se entendían con facilidad. La gente comenzó a creer que me había quedado mudo, que aquella mujer me estaba hechizando lentamente. Y así fue como un ángel pasó a convertirse en un ser que causaba mucho más morbo: un demonio enviado a la tierra para castigarnos por algo aún desconocido para todos.

Los rumores para entonces ya eran muchos. Aquella mujer se había convertido en una leyenda viviente. Sacerdotes y brujos de todas partes fueron convocados para exorcizar la presencia de aquel ente que, sin decir ni hacer nada, había comenzado a perturbar la paz de un pueblo donde no pasaba nunca nada. Todos fracasaron en su intento.

Terminé convertido en su guardián. Me encargué de protegerla de las miradas de turistas curiosos que llegaban de visita al pueblo sólo para mirarla con morbo o para sacarse fotos a su lado. Verla convertida en atracción de circo me enfurecía y me convertía en un animal que terminaba alejando a los mirones con golpes y amenazas que a nadie le gustaba recibir. Por fortuna, con el paso del tiempo, eso también dejó de suceder. Éramos nuevamente ella y yo. Solos, sin gente molestándonos con su presencia. Ahora el ángel, que después fue demonio, ya sólo era un objeto más abandonado en aquella orilla. Algunos aprendieron a vivir ignorándola mientras otros, los más temerosos, prefirieron abandonar el pueblo e irse a vivir a otra parte.

Llegó el tiempo en que me corrieron del trabajo y lo aproveché para pasar más tiempo a su lado. Cuando se lo comenté pareció no importarle, pero estoy seguro de que en el fondo se llenó de gusto. Como seguro estaba de que ella también ya comenzaba a extrañarme cuando me tardaba mucho en aparecer.

Y así se fue otro par de semanas, conmigo compartiendo todo el día todos los días a su lado. A diferencia de antes, nos quedábamos en silencio mucho tiempo, incluso había días en los que no hablábamos para nada. Y yo me sentía feliz: me había librado al fin de toda la hipocresía de la gente y mis amigos, junto con mi famiia, poco a poco dejaron de preocuparse por mí, asumiendo que se me pasaría pronto o que ese ángel, que después fue demonio, moriría pronto. Y no estaban tan equivocados, al menos al decir que todo pasaría pronto. 

Hace tres días fui a visitarla por última vez, aunque yo no sabía que sería la última. Llegué y comencé a hablar. Con el paso del tiempo, como era de esperarse, cada vez tenía menos que decirle, probablemente hasta le haya repetido alguna historia. El silencio se volvió incómodo más que placentero; sin embargo, en la desesperación por tener algo que contar, me di cuenta de que nunca le había contado cómo era ese lugar hace mucho tiempo. Gran error.

Le expliqué que ese paisaje ahora horrendo y contaminado antes solía ser una playa fantástica, un lugar donde la gente triste dejaba de serlo con solo sumergirse un poco en las aguas de un viejo y colorido mar que cobijaba esa misma orilla donde ahora estábamos sentados, y que se ha ido secando desde hace años. Le conté que la pesca era un deporte de sabios, ya que si se practicaba sin conocimientos suficientes, te hacía atrapar peces deliciosos pero muy venenosos; y si se hacía bien, atrapabas peces milagrosos, capaces de curar cualquier malestar. Sólo unos cuantos eran capaces de distinguir los peces buenos de los malos, mi padre era uno de ellos. Le describí la sensación de la arena, el color del agua y el sabor del viento. Le platiqué cómo ahí el tiempo no pasaba y cómo una carcajada de diez segundos se convertía en una sonrisa de mil horas; cómo la felicidad era posible y fácil de conseguir.

Y seguí y seguí, describiendo todo con excesivo detalle, como si todavía pudiera ver aquella playa, como si en lugar de sentir pedazos de basura entre mis pies, estuviera pisando sobre la arena blanca y delicada que existía en aquel lugar. Llegué a la parte donde el mar empezó a secarse, la playa se llenó de basura y la gente comenzaba a enfermarse cada vez más. De pronto, de la nada, me invadió una nostalgia enorme y comencé a odiar al mundo. Culpé a todos por arruinar mi viejo paraíso. Sentí rabia y cada vez me costaba más pronunciar cualquier palabra, el nudo en mi garganta era cada vez mayor.

Aún recuerdo las últimas palabras que pude pronunciar antes de terminar como terminé:

—Ahora entiendo por qué el paraíso está prohibido para los idiotas.

La Mujer Hermosa de Llanto Interminable por fin dejó de fumar y volteó para mirarme con asombro. Entonces dijo:

—¿Y cómo te hace sentir eso?

Su voz suave pero firme me paralizó, no supe qué decir. Yo no podía creerlo, al fin había obtenido una respuesta, una reacción, y las únicas palabras que me había dirigido a lo largo de estos meses me dejaron sin respuesta. Mi nostalgia aumentó y el nudo en mi garganta parecía ser cada vez mayor. Intenté decir algo, pero no pude. Entendí por qué nadie hablaba de aquel viejo paraíso: los recuerdos eran demasiado felices como para no doler.

Me solté a llorar.

Ese llanto era más fuerte que yo, era algo inconsolable e incontrolable. Mis lágrimas salían sin parar y no podía hacer nada al respecto, no podía ni siquiera moverme de aquel sitio donde me senté por primera vez hace más de cuatro meses.

La mujer me sonrío, se limpió las lágrimas, me dio un beso en la mejilla y se alejó caminando. Seguro no la volveré a ver.

Hoy entiendo más cosas que nunca y espero con ansias que alguien más llegue a salvarme de ahí, que mi llanto cese pronto. Hoy soy yo quien mantiene vivo el morbo en este pueblo donde no pasa nunca nada.