Lo mejor de ser redondo
Manuel odiaba la escuela casi desde la primera vez que visitó una. No tanto porque fuera aburrida sino porque sus compañeros le inventaban un apodo diario. Desde Gori (por gorila) hasta Pooh (por Winnie), los apodos de Manuel eran cada vez más ocurrentes y, por consecuencia, más crueles. Llegar a clases y soportar tantos chistes sin atacar de vuelta era una labor que pudo haberlo convertido en héroe… si no fuera gordo, claro.
Por si esto fuera poco, en casa las burlas también existían, aunque de forma discreta. Con una madre que siempre le picaba el ombligo con un —¡BOIOIOIOIOINNNGGG!— y un padre que le sobaba la panza mientras lo llamaba Harry (por parecer jarrito), Manuel no conocía vida más allá de su redondez.
Con el paso del tiempo, Manuel adoptó la costumbre de escribir todosycadauno de los apodos infinitos que le ponía todo mundo por el simple hecho de tener un mayor porcentaje de grasa que lo hacía merecedor de una interesante circunferencia (o sea, nomás por ser gordo). Llegaron a ser tantos que llenó más de cinco cuadernos y terminó por sentir su nombre como algo que ya no le pertenecía. (Y la verdad es que varios le causaban gracia.)
Pero como todo niño siempre tiene un consejero imaginario, Manuel encontró el suyo en un GI Joe… que también le recordaba su gordura a punta de gritos militares y órdenes estrictas para bajar de peso, mismas que desobedecía en un afán de sentirse un soldado rebelde (pero gordo). Ignorar su forma esférica era imposible hasta en su imaginación.
Aunque en el fondo Manuel soñaba con dejar de ser gordo, en el fondo del fondo le emocionaba más la idea de comer que la de ser esbelto. Ni sus padres, ni sus amigos, ni sus juguetes lo entendían; la comida era lo único que le causaba felicidad en este mundo.
Un buen día Manuel pasó frente a una farmacia que tenía en su entrada a un panzón doctor bailarín que presumía sus mejores pasos al ritmo de alguna canción de salsa, su música favorita (de Manuel, no del doctor obeso). Fue entonces que, decidido a nunca dejar de consentir su paladar con grandes platillos (o chatarra deliciosa), Manuel decidió su futuro: crecería para convertirse en una botarga feliz.
Su decisión parecía muy lógica, podría seguir comiendo todo lo que quisiera sin tener que preocuparse por las burlas. Después de todo, nadie se preguntaría si la persona debajo del disfraz era gorda o no. Además, tenía una gran lista de apodos que inspiraría cientos de disfraces y le permitiría ser un personaje distinto las veces que así lo quisiera, dejando detrás al gordito tímido que siempre fue. El fracaso desaparecía de su radar.
Así fue que comenzó a practicar sus mejores pasos de baile al mismo tiempo que tragaba donas, frituras y malteadas. Día con día subía de peso, camino a ser la botarga más perfecta del mundo, una que no necesitaría relleno falso.
Nunca le contó sus planes a nadie, temía que le robaran su idea o que —como siempre— se burlaran de él. Y como a sus padres les daba lo mismo que fuera gordo o delgado, no le dieron importancia al hecho de que la ropa fuera apretándole másymás con los años.
Pasó el tiempo y Manuel por fin cumplió 18 años, edad en la que finalmente podía salir a las calles en busca de un trabajo serio… como botarga. Tocó varias puertas en heladerías, tiendas, parques de diversiones y obras de teatro sin éxito alguno. Pedían experiencia previa y esas cosas que nadie entiende. Resultó que el mercado laboral de las botargas estaba muy saturado, como si el fracaso de pronto exigiera mucha competitividad.
Manuelgoripoohharry comenzaba a perder las esperanzas de conseguir su trabajo soñado. Hasta que un día por fin se encontró con el letrero que cambiaría su vida:
“SE SOLICITA
BOTARGUISTA ALEGRE,
COMPROMETIDO Y PROFESIONAL.
SUELDO + PRESTACIONES.
(Con o sin experiencia)”
Ilusionado como si estuviera a punto de probar su pastel favorito, entró al lugar, firmó su contrato y recibió un disfraz con el que debía presentarse a trabajar al día siguiente. Era el tipo más feliz del mundo, su sueño se hacía realidad.
A la mañana siguiente, la emoción lo despertó antes que sonara su alarma. Se bañó, perfumó y desayunó poco.
Desempacó su disfraz, lo planchó, lo acomodó con cautela sobre la cama. Estaba tan emocionado que lo usaría camino al trabajo. Tenía todo listo, pero… justo cuando estaba por vestirlo, descubrió que no le quedaba por su exceso de circunferencia. Insistió en probárselo y lo único que consiguió fue reventar las costuras por todas partes.
Pero como la esperanza muere al último (o eso dicen), el nuevo sueño de Manuel es seguir subiendo de peso hasta convertirse en elefante y conseguir trabajo en un circo. Después de todo, su apodo favorito siempre fue Dumbo.