“Taste, don’t swallow”
Ella era hermosa. Su belleza y personalidad la convertían en un ser perfecto; era alguien tan irresistible —o inclusive más— como el mismísimo demonio lanzando su mejor oferta para obtener cualquier alma. Fue la inspiración de algunos y la perdición de muchos otros.
La diferencia entre los que encontraron en ella a una musa y los que la descubrieron como verdugo, no fue nada más que el respeto que mostraban hacia ella. Los primeros (los artistas) entendieron que una mujer como ésa era incapaz de pertenecerle a nadie; mientras que los segundos (los pendejos) simplemente la subestimaron tratando de convertirla en su pertenencia y fracasando terriblemente.
Pinturas, joyas, poemas, abrigos, canciones, dinero, flores, odas, viajes: lo que fuera… Tenía la habilidad de conseguir todo tipo de regalos con sólo sonreír y mirar cínicamente.
Era una mujer capaz de fingir y reprimir cualquier tipo de sentimiento. Lo clásico: reía por no llorar y fingía insatisfacción cuando era la más feliz del mundo. ¿Por qué? Porque podía. Después de todo, así son las feminus maquiavelus.
Vivió exprimiendo la virilidad de muchos hombres y alimentando la envidia de muchas mujeres. Logró satisfacer sus necesidades de una y mil maneras. No necesitó enamorarse, por eso nunca lo intentó. Aprendió a obtener, usar y desechar: como debe de ser. Todos apostaban a que nunca se comprometería ni le entregaría su amor a nadie. Y así fue… hasta que me aparecí en su vida.
Fue capaz de sacrificar su belleza y su tiempo; antepuso mis necesidades a las suyas; se rindió ante mis celos y berrinches; me quiso como nunca había querido a nadie: se comprometió y me convirtió en su todo. Resumiendo, se abandonó para no abandonarme y me entregó todo aún cuando yo no sabía que lo necesitaba o lo quería.
Muchos la criticaron al verla tan dócil y manipulable, no podían creer lo mucho que había cambiado y lo feliz que seguía siendo. A ella nunca le importó, siempre decía “que hablen, nunca existirá nadie más importante que tú” y yo, por supuesto, le creía.
Con ella viví los mejores años de mi vida —literalmente—. Fue mi musa y nunca mi verdugo; la convertí en mi pertenencia sin fracasar en el intento. Nunca me pidió nada, sólo una vez llegó a necesitar algo de mí y no se lo pude dar. A pesar de tener todo en común: éramos incompatibles.
Por eso es que aún no puedo perdonarme el no haberla podido ayudar cuando el cáncer le destrozó la médula ósea y no pude donarle un poco de la mía: “Mieloma múltiple”, o algo así dijo el doctor. Yo, su chingado y único hijo, no pude hacer nada por mi madre. Me odio.
¿Mi padre? Nunca lo conocí, pero ella siempre dijo que era Lou Reed (click).
P.D.: A Lúps.