¿Tú, puta?
A veces despierto con una serie de pensamientos bastante cerdos y ofensivos. Amanezco con muchas ganas de llamarte para hacerte preguntas indiscretas y propuestas indecorosas. Por ejemplo, me gustaría saber cuánto me cobrarías por dejarte morder un pezón; cuál es el precio que hay que pagar para poder beber un litro de tus jugos; o si me permitirías asfixiarte nuevamente con el producto que me cargo en la entrepierna.
Dudas como las anteriores y muchas más se la pasan atormentando mi mente durante todo el día, al mismo tiempo que me hacen sentir un ser superficial y una basura humana por no ser capaz de recordar cosas más allá de tu deliciosa figura y tu imponente manera de entregarte al sexo… Afortunadamente, esta sensación no me dura mucho tiempo, y es que, ¿quién es capaz de recordar algo bueno de una persona como tú?
Seamos sinceros: haberme abandonado para irte con aquel viejo arrugado de escroto altamente elástico, no fue precisamente un acto de caridad; fue una culerada en estado puro.
Durante mucho tiempo confié ciegamente en el amor que decías tenerme. De hecho, llegué a pensar que por eso actuabas de manera tan espectacular en la cama conmigo. Triste fue darme cuenta que no era más que interés por mi dinero de una manera muy descarada: me hiciste conocer el poder de una vagina en todo su esplendor —te adueñaste de mis güevos y, con ello, de mi voluntad.
Me gustaría poder decirte que ese pinche viejo impotente nunca te dará lo que yo te di, pero después recapacito y me doy cuenta de que yo tampoco podré darte aquello que te di. Te encargaste de que así fuera: me dejaste parapléjico.