El mar me volvió estúpido
Uno de los momentos que más recuerdo de mi infancia es cuando vi el mar por primera vez. Tenía entre seis y siete años —y una vida muy simple—. Fue algo que no se comparaba con nada que me hubiese sorprendido antes, pero muy parecido a lo que sentía en todos aquellos sueños donde lograba volar. Una sensación de alegría mucho más grande que estrenar un juguete, recibir regalos en Navidad o despertar corriendo a revisar el árbol cuando llegaban de los reyesmagos (ahora que lo pienso, era un niño materialista).
No recuerdo la fecha exacta, pero sí cómo pasó todo:
Tras horas de carretera, llegué con mi familia —en un coche que ya se había convertido en horno— a un restaurante ubicado a la orilla del mar. El plan era comer para después buscar un hotel y entonces, sólo entonces, dirigirnos a la playa con calma. Un plan nada difícil de cumplir y con el que todos parecían estar de acuerdo. Todos menos yo, que no dije nada a pesar de estar muy emocionado. Como siempre.
Poco a poco, todos los cincuenta pasajeros que iban en el auto comenzaron a bajar. (Eso me parecía por la desesperación de escapar). Todos menos yo, que bajé casi al último. Una vez pisando suelo costeño el sonido del mar aumentó mi ansiedad. Fue entonces cuando mi madre, como siempre, adivinó mi pensamiento y decidió guiarme a ver el mar mientras los demás seguían haciendo estiramientos después de tan largo viaje.
Me recuerdo cansado y con mucha hambre, pero la curiosidad pudo más. Así que unos diez o veinte pasos dejando el coche atrás, alcancé a ver por primera vez el mar.
Y fue tan grande la impresión que solté la mano de mi madre para correr y sumergirme en el agua sin pensarlo. No me quité nada de zapatos ni ropa. Tal cual, agua va. Valiendoverga, como dicen los que dicen groserías.
Ya empapado y tras haber sido revolcado por alguna ola, vi el rostro de mi madre. Estaba en un estado de incredulidad. Su hijo, el que nunca expresaba nada, había hecho una estupidez por impulso: se aventó al mar sin saber nadar. Genio.
Pasada la sorpresa del impulso, me tocó uno de los regaños más fuertes de mi existencia infantil. “Por inconsciente”, repetían. Yo en el fondo seguía riendo.
Hasta la fecha el mar sigue sorprendiéndome, quizá cada vez con más fuerza que la anterior. La diferencia es que ya sé nadar, aunque sigo sin saber qué hizo que me aventara sin pensar: si su inmensidad, el que fuera un cielo en la tierra, el sonido, que tenía mucho calor. O todo.
No sé, pero fui libre. Como cuando soy borracho.
Así descubrí que yo lo único que quiero de esta vida es hacer algo que me sorprenda tanto como la primera vez que vi el mar.
Y no morir en el intento.