La letra de Santaclós

La cena de Navidad se había prolongado mil horas más de lo que su madre había prometido y Rodrigo ya estaba impaciente porque ésta llegara a su fin. Ese año los festejos navideños se llevaron a cabo en casa de la insoportable tía Toña, un monstruo que disfrutaba de pellizcar cachetes y acariciar a sus sobrinos como si fueran perros. Rodrigo nunca dijo nada, pero en el fondo deseaba con toda su alma que la vieja Toña terminara de engordar para que por fin reventara en mil pedacitos; claro que después sentía mucha culpa por sus malos deseos y los apaciguaba sonriéndole en todo momento.
Esa noche, Rodrigo debió preguntarle a su madre unas quinientasochentaycuatro veces cuánto tiempo faltaba para que por fin se fueran a casa, y su madre debió responderle quinientasochentaycuatro veces que no molestara, que se fuera a dormir. De hecho, toda la familia insistía en mandarlo a dormir con el resto de chamacos, pero él prefería quedarse sentado en un sillón de la sala tratando de disimular su preocupación mezclada con enojo. Y es que nadie entendía por qué era tanta su insistencia ni su impaciencia: Santaclós no entregaría sus regalos si no había nadie en casa para recibirlos, seguro pensaría que era una broma y probablemente llevaría los juguetes al niño equivocado.
Pasaron unas mil horas más antes de que Rodrigo confesara por fin por qué tanta insistencia con irse, por lo que un tío tuvo a bien mentirle para convencerlo de irse a descansar. “No te preocupes, Santaclós sabe que estás celebrando la Navidad en otra casa con tu familia; entregará tus regalos aunque no estés, ya vete a dormir”, dijo Santiago mientras que el resto de adultos borrachos respaldaban su teoría. Finalmente, el argumento ganador fue el de su madre, que le prometió que llegarían a casa antes que el panzón del Polo Norte. 
Así fue como el niño paranoico logró subir a descansar con el resto de sus primos, confiando en la promesa de su madre. A pesar de los malos tratos, Rodrigo desconocía el porqué no podía dejar de creer en las palabras de su madre, casi como si algo superior se lo ordenara.
Tras mil horas de dar vueltas por la cama pensando y pensando en cuál de todos sus regalos abriría primero, Rodrigo por fin se durmió sin decidir nada más que el hecho de divertirse a toda costa. No sabía entonces lo que le esperaba al despertar.
A la mañana siguiente, como era de suponerse, Rodrigo madrugó al mismo tiempo que la mayoría de sus primos. Misteriosamente, todos tenían regalos esperando bajo el árbol. Todos menos él. No entendía nada, ¿será que Santaclós había leído los malos pensamientos que tenía hacía la tía Toña y lo haya dejado con las manos vacías para que aprendiera su lección? Lo dudaba, pero era la única explicación que se pudo dar entonces. Maldito gordo, no era para tanto, pensó.
La sensación que sintió al ver a todos los primos rompiendo el empaque de sus juguetes nuevos es algo que sólo sienten los perros callejeros al ser electrocutados para que dejen de sobrepoblar las ciudades. Se sentía horrible, y lo peor era que no podía hacer nada más que fingir una sonrisa a pesar de querer prenderle fuego a la casa entera con todo y sus habitantes dentro. Pero se contuvo; ni una lágrima, ni una mala palabra. Nada. Sólo pudo iniciar una carrera por toda la casa en busca de su madre, esa cínica borracha que había roto una promesa más.

Corrió y corrió hasta por fin encontrarla dormida en uno de los camastros del jardín, a la orilla de la alberca, en aquella vieja casa que había pertenecido al padre del abuelo de su abuelo y que se ubicaba a las afueras de la ciudad. Al llegar con su madre, percibió el perfume tan característico que siempre le acompañaba: esencia de whiskey fino con toques de tabaco barato, un aroma exclusivo de divas mentirosas. Tras un par de minutos observando cómo dormía La Rompepromesas, decidió despertarla con un grito tan fuerte que hasta los pájaros callaron para prestarle atención. Pero su madre siguió roncando con toda la paz de un bebé, estaba completamente sedada por el alcohol. Fue entonces que se atrevió a quitarse ambos zapatos, sumergirlos en la alberca para llenarlos de agua y vertir el contenido sin pensarlo al rostro de su madre. Y funcionó, ya que la borracha por fin abrió los ojos.
Tan pronto como La Rompepromesas despertó, reconoció toda la culpa y el odio que el rostro de su hijo reflejaban. Quería regañarlo y maldecirlo por haberla despertado de semejante manera, pero reconoció que esta vez no podría escaparse tan fácil, así que soltó una mentira más: Santaclós la había llamado en la madrugada para avisar que los juguetes estaban a salvo bajo el árbol de Rodrigo. Él, como siempre, obedeciendo a un impulso interno mucho más fuerte que cualquier razonamiento, le volvió a creer. Pero con la diferencia de que ahora sí la obligó a que se fueran rumbo a casa rápido y sin despedirse de nadie. La borracha no tuvo más remedio que aceptar.
Ya de camino a casa, en el coche, ninguno decía nada. Madre iba preocupada –además de sedienta y con dolor de cabeza– por no saber ahora cómo resolvería su mayor problema: ya le había mentido dos veces a su hijo y no tenía un solo juguete para darle; dejó la compra de juguetes para el último momento y ahora su Rodrigo se desilusionaría nuevamente. Por su parte, Rodrigo, callado, pensaba y pensaba en cuál de todos sus juguetes abriría primero. Pese a las ganas que tenía la borracha —ya para entonces cruda— de llegar a casa para tomarse un par de aspirinas y tirarse a dormir, tuvo que tomar la ruta más larga de regreso con la intención de retrasar la desilusión de su hijo. Pero no pudo más y se incorporó a la avenida que finalmente los llevaría a ese hogar donde Santaclós no había llegado esa Navidad.
Ni bien había terminado la madre de estacionarse, cuando Rodrigo salió corriendo del auto y se dirigió a la puerta principal para luego atravesar la sala y derraparse a las faldas del árbol de navidad, como si fuera un gran jugador de béisbol. Pero no había nada. Y buscó y buscó y volvió a buscar, todo sin encontrar un solo juguete. Malditasea, lo habían vuelto a engañar. Escuchó azotarse la puerta de la entrada y los pasos de su madre tras ésta, y entonces corrió por las escaleras para encerrarse en su cuarto sin decir nada. La Engañadora intentó razonar con su hijo para que abriera la puerta sin éxito alguno, así que decidió dejarlo solo un par de horas. 
Durante este tiempo, se dispuso a idear un plan con el cual su hijo dejaría de sentir la desilusión tan grande que le había causado. De pronto, de la nada, llegó a su mente aturdida la solución y gritó eufóricamente. 
Tras cinco minutos de haber escrito y escondido una breve carta, La Rompepromesas corrió al cuarto de Rodrigo y le gritó desde la puerta que saliera. “¿Seguro que buscaste bien tus regalos? No sé, quizá haya pistas en el árbol que te lleven a ellos…”, volvió a mentir para sembrar la duda en la mente de su ya mil veces engañado retoño. No recibió respuesta del otro lado de la puerta, pero sabía perfecto que la curiosidad de su hijo era mayor que la de cualquier gato. Y se fue sin decir más.
Mientras tanto, Rodrigo intentó no creer, sabía perfecto que la mente de su madre era capaz de mentir mejor que cualquier Pinocho. Pero no aguantó más que diez minutos antes de salir corriendo de su cuarto rumbo al árbol y comenzó a inspeccionarlo centímetro a centímetro, hasta que encontró por fin una pequeña nota enrollada alrededor de una de las ramas más altas del Arbolito de los Focos Fundidos, como lo llamaba él. La desenrolló a toda prisa mientras su madre lo miraba oculta detrás de un sillón.

“No me olvidé de tus regalos, Roy. Se me descompuso un reno y tuve que dejar el trineo en el mecánico, pero te prometo que hoy en la noche los recibirás. Por desgracia, sólo algunos niños recibieron regalos y otros se quedaron esperando. Te pido mil disculpas y espero me puedas comprender, mientras cómprate todos los dulces que quieras con el dinero que dejé en tu zapato.

—Santa Claus Noel del Polo Norte


Rodrigo analizó la carta unos momentos y se tardó muy poco en descubrir que Santaclós tenía la misma letra que su madre. Malditasea, lo habían vuelto a engañar. Pero con una gran diferencia, esta vez se sintió lleno de alegría y corrió para abrazar a su escondida madre. “Santa no se olvidó de mí, mamá”, dijo fingiendo no saber que el gordo del Polo Norte y su mamá eran la misma persona. Ambos lloraron.
Descubrir que Santaclós tenía la misma letra que La Rompepromesas fue el mejor regalo de Navidad que Rodrigo pudo haber recibido. Eso significaba que su madre lo quería lo suficiente como para quedar como una estúpida escribiendo una carta tan absurda. Desde entonces, Rodrigo espera con ansias la Navidad para tener por lo menos pequeñas muestras de afecto a través de cartas mal escritas.