Historias de Banqueta

Anoche, harto de estar rodeado de gente y con el pretexto de salir a comprar cigarros, abandoné una reunión etílica y terminé reposando la borrachera en una banqueta. No es que fuera la primera vez que lo hago, pero sí la primera después de mucho tiempo en que recuerdo haberme sentado a pensar tanto en tan poco tiempo (o al menos eso creo).
Una de las imágenes que más recuerdo fue haberme sorprendido, a modo pendejo, del cómo viven en sincronía los semáforos y sintiendo el parpadear de la luz preventiva. También me preguntaba qué sentirían de estar ahí, tan funcionales, a esas horas en que ya no pasaba ningún carro. Intenté deducir algunos diálogos entre semáforos y terminé sin entender nada: uno le contaba a otro de su irritación ocular por el smog de la ciudad mientras otro comentaba interesado sobre el daltonismo. Puro sinsentido. Me aburrí.
Sentado cómodamente en la banqueta, entre el alcohol y la aburrición, me llegó el síndrome de extrañar gente. Y es que a últimas fechas he terminado distanciado (por pleitos o de la nada) de casi todas las (muy pocas) personas que significan algo para mí o que nomás me caen bien. O caían. ¿Las razones? Terminan aburriéndome o yo termino buscando cualquier mínimo pretexto para salir con rumbo a la chingada. Esa sería la respuesta simple, aunque la real sigue siendo un problema: no sé conservar a las personas. Cuando intento conservar algo, termino exprimiéndolo para después tirarlo a la basura: he pasado desde el dejar de hablar de la nada con alguien hasta el tener que escuchar todo un manifiesto de insultos y defectos acerca de mi persona. “Qué más da, luego llegan otras”, me digo. Y llegan, pero la cosa es que cada vez me parecen más aburridas comparadas con las anteriores. Bonita broma de malgusto esa de tener buena memoria.
El punto es que no me gusta extrañar personas, lo considero una cosa muy estúpida. Sin embargo, aquí viene la contradicción, pienso que la mejor manera para olvidar algo es teniendo su recuerdo cerca hasta que el tiempo lo desgaste y por fin te aburra. Debemos abrazar los recuerdos más que patearlos intentando ver si se alejan, dejar que se harten solos. Aunque aquí llega otro conflicto: creo que hay recuerdos tan geniales que se convierten en cicatrices más que en una simple mancha en el cerebro, y todo vale verga. 
Supongo que nos aferramos a ciertos recuerdos porque es la mejor manera de convertir un hecho real en algo digno de vivir en nuestra imaginación. Y hay ocasiones en que lo único real es aquello que se imagina. Al menos en mi caso.
Por eso quizá encontré tan hipnótica la sincronía de los semáforos, me parece la imagen perfecta para ilustrar el funcionamiento del inicio y fin de un ciclo. Aunque quién sabe, estaba borracho.
Tras un buen rato de estar pensando pendejadas, se me acercó un perro de la calle y me miraba como esperando que lo corriera a la chingada. No lo hice, decidí no darle importancia y terminó sentándose a unos cuantos pasos de distancia. Esperaba paciente, como si supiera que en algún momento yo terminaría por hacerle plática y pedirle que se acercara. Sin que yo dijera nada, terminó acercándose más y los dos quedamos sentados en silencio uno al lado de otro. Supuse que el perro solitario sabía identificar a los que están en su misma situación. Estuvimos así bastante tiempo (tiempo de borracho, tal vez sólo fueron un par de minutos). 
Al final, aburrido de mi patética nostalgia de borracho, abandoné la cómoda compañía y me fui como siempre: sin decir nada.
Ahora sólo espero que ese perro no pierda la esperanza de algún día ser adoptado sin que quien lo haga espere nada de él.
O quién sabe, sigo borracho.