Máscara
En mi percepción del mundo nada-ideal, vivimos en una sociedad donde las máscaras cada día pesan más. Y, siendo la honestidad un sentimiento tan malvisto, uno elige con cautela cuál es la mejor expresión para ocultar lo anormal de tu estado de ánimo: el rostro para enfrentar la vida sin que ésta note el daño que te causa. Por eso me da por analizar cuánto llanto inconsolable se esconde bajo una carcajada nacida de un chiste que no es tan gracioso, cuánto pesimismo hay detrás del optimista que piensa que todo-pasa-por-algo o cuánta soledad siente una persona adicta al trabajo.
Me da por ver los rostros ajenos y, por inercia, pensar en el propio. Siento entonces la comezón que me produce usar una cara que no es del todo mía, el dolor mental que disimulo fingiendo un dolor de cabeza o una contractura muscular. Y todo apesta. Me ataca el peso de mi máscara, y con él llega el dolor que produce querer desprenderla de tajo; me resulta más fácil soportar la incomodidad que padecer el dolor de quitarla. Y lloro esperando que mis lágrimas sirvan de lubricante para aflojar la cara falsa cuando en realidad son pegamento.
El cinismo termina siendo una realidad. Te has convertido en tu personaje, ése que no demuestra nada sintiendo todo. Practicas tu anulación de personalidad porque aprendiste que sólo ganan quienes controlan su no-expresión. Poker face.
Con el paso del tiempo cuentas tus ganancias y descubres que has vencido los altibajos de la vida. Por fin puedes quitarte la máscara sin dolor porque tu estado de ánimo refleja lo que sientes: éxito. Lo disfrutas y te miras al espejo a la menor provocación.
Sonríes como nunca, pero basta un mínimo descuido para que aparezca la expresión que no sabías que sentías:
A nadie le importas.
Poker face.