Leer en blanco

Hoy pasó algo muy raro.

Hace una semana la profesora dejó de tarea escribir un cuento: “Háganlo como quieran; imaginen que es el cuento que les gustaría escuchar o leer todas las noches antes de dormir”, dijo. Después mencionó que valdría un punto extra en el examen de español y un punto menos en caso de no hacerlo. ¿Qué no el extra es siempre una opción? No entiendo. Pero bueno, esta vez me emocionó la idea. “Me será suficiente con escribir mi sueño favorito de aquí a la semana siguiente”, pensé.

Mi plan habría sido perfecto de no ser por un pequeño detalle: toda esa semana tuve pesadillas. Por si fuera poco, no me gusta hacer tarea, por eso siempre la olvido. Cuando en mi casa preguntan si ya la hice, para que me dejen jugar, contesto que sí y enseño algún trabajo hecho en clase; al día siguiente consigo que alguien me la pase o la hago por las mañanas (siempre llego muy temprano, cuando el salón aún está vacío).

En fin, llegó el día que había que entregar el cuento y yo no recordaba nada acerca de él. Con tantas pesadillas, lo olvidé por completo. Pero no todo estaba perdido: “Hoy van a pasar al frente uno por uno a leer sus cuentos”, dijo la profesora. Fiuf, mi nombre aparece casi a la mitad de la lista, me daba tiempo de escribir el tonto cuento sin problemas.

Ahí estaba yo, listo para empezar a escribir el cuento más rápido de la historia que se haya escrito jamás: preparo mi hoja en blanco, mi lápiz favorito, mi goma, mi sacapuntas. Todo en orden. Escribo la fecha de un día anterior en la hoja, me detengo un poco a pensar en el título y… Chin, la profesora me llama al frente. “No digas que no la hiciste, no digas que no la hiciste…”, pienso. Así que paso al frente del salón sin dudar, con mi hoja en blanco (con fecha de un día anterior).

Intento recordar algún sueño que me haya gustado, pero los nervios me lo impiden. Finalmente se me ocurre juntar pedazos de dudas que antes había tenido y cuyas respuestas me había inventado por no entender lo real. Era algo. Comienzo a contar mi cuento sin tener idea de lo que hago. No sé por qué, pero recuerdo lo chistoso que caminan los pingüinos, así que decido contar la historia de un pingüino de quien todos se burlaban porque tenía muchas ganas de volar. Me emociono. Sigo atento a cada uno de los detalles: el color y sabor de la nieve, la temperatura del agua, los tipos de platillos que existen en el Polo Sur, el cuerpo de los pingüinos, etcétera. Inclusive imito la forma de caminar para dar un mayor realismo a mis inventos. Me convierto en el pingüino. Termino mi cuento explicando cómo al final el pingüino consigue volar pintando un cielo con muchas nubes en el fondo de mar.

El cuento me salió milagrosamente. Hablaba y narraba todo mirando mi hoja en blanco (con fecha de un día anterior), como si la estuviera leyendo. Al final, mis compañeros del salón aplaudieron. Yo estaba contento por haber logrado lo que hice (una tarea más sin haber sacrificado una tarde de juegos), hasta que la profesora me pidió mi hoja para anotarme la calificación y el punto extra. Oh-oh.

Al ver la hoja en blanco, mi profesora enfureció y me preguntó por qué me había burlado así de ella. Estaba muy molesta, como si yo le hubiera hecho la peor de las groserías. Tachó la hoja con su horrible marcador rojo y me dijo que estaba reprobado. Después me llevó a la dirección y llamó a mi madre.

Estaba muy nervioso en la sala de espera, mamá llegó molesta y atareada, como de costumbre: “Hablaremos en cuanto salga”, me dijo amenazante. Me preocupaba que la profesora le contara algo más a lo que realmente pasó, de verdad que estaba muy enojada: “Odio las mentiras y los engaños”, dijo varias veces mientras me llevaba con rapidez a la dirección. Yo no entendía por qué se enojaba tanto, no sabía qué decirle.

En esos momentos pensé en los posibles castigos que podría recibir. Casi podía ver la tortura a la que iba a ser sometido, obligado a hacer las tareas todos los días con un guardia a mis espaldas y su látigo; todo frente a una vela en el sótano de mi casa. Peor: vi cómo incendiaban mis juguetes. Fue muy feo.

Se abrió la puerta de la dirección y escuché a mamá decirle al director y a la profesora que no se preocuparan, que hablaría conmigo para corregir la situación. Me congelé como pingüino. Mamá me tomó de la mano y caminamos en silencio hasta la salida de la escuela. Durante el camino silencioso seguía yo sin entender nada: nunca pensé que no hacer la tarea fuera un delito tan grave. Volvían a mi mente los posibles castigos y la imagen de mis juguetes incendiándose. Quería gritar. Pero cómo, si ni sabía por qué.

Una vez afuera de la escuela, mamá se detuvo, me miró a los ojos y, sonriendo, me pidió que por favor le enseñara a leer hojas en blanco. Fiuf, me descongelé.

Después de eso, me pareció entenderlo todo: supongo que la profesora se enojó porque le recordé lo que es no poder leer hacia adentro, hacia su imaginación. Ser bueno inventando cosas sí es un delito para esas personas.

Sea como sea, nunca me olvidaré de cómo leer hojas en blanco.


Totó