Lo obvio no existe

Pareciera que cuando aprendes a caminar sonriente por la vida con un ojo morado, sin un diente y con los puños cerrados, por fin has terminado de comprender que tu vida no es un cliché y que nunca serás fuente de inspiración para ningún tipo de historia con final feliz. Uno se acostumbra a vivir con la sensación de vértigo interminable, dicen. Mienten, digo. Idiotas, todos, incluyéndome.
Hace unos días tuve la fortuna de ver pasar a un payaso muy triste y decepcionado. Parecía estar arrepentido de no haber elegido otra profesión. “¿Qué pasó?”, le preguntaron. “Se me hizo tarde y ya no quisieron el show”, contestó temeroso de la burla que podría recibir. Y la recibió; sin embargo, se le presentó la posibilidad de venderle a otros el espectáculo que le acababan de rechazar. Después de eliminar al intermediario (“su jefa”, decía él; una mujer encargada de manejar una agencia de payasos) y reducir considerablemente el costo por sus servicios (casi a la mitad), el show comenzó. Vaya mierda de espectáculo, debo decir. Y no lo digo solamente por la simpleza de su rutina (llena de chistes viejos y de
uno que otro globo que fingía tener forma de algo más), sino porque
también noté que los aplausos le hacían sentir incómodo (creo que fui el único que se dio cuenta, ya que entre el público había niños que disfrutaban de sus chistes bobos).
Al final agradeció a un público que parecía haber quedado satisfecho y se despidió con una sonrisa falsa. Hecho lo anterior, emprendió nuevamente su camino completamente cabizbajo y triste. Me atrevería a decir que inclusive más triste que cuando llegó. Quién sabe.
Y es que una vez que huyó y terminó de fingir que le interesaba conseguir
risas ajenas, me quedó un poco claro el porqué estaba tan triste
momentos antes:
Quizá se dio cuenta de que su incapacidad para sonreír ya le pudrió el placer que otorga el conseguir la risa ajena.
Qué triste debe ser que la infelicidad te borre una sonrisa tan exagerada y bellamente pintada. Y si no es así, pues qué pedo conmigo, pero igual con esa conclusión me quedo.
A pesar de todo, me da gusto haberlo conocido y haber presenciado su asquerosa rutina, ya que me ayudó a comprobar que el vértigo jamás será cómodo (aunque yo, muy imbécil, ya comenzaba a dudarlo) y que la náusea existencial también es contagiosa. Guácala, digamos para sonar elegantes.
“Tal vez nunca sea posible saber si alguna historia tendrá final feliz, pero sí es posible evitar caer en la trampa de la tragicomedia”, me explicaron en un sueño. Esto último apenas me quedó claro tras varios días de insomnio, varios ojos morados que de nada sirvieron y un pinche payaso que sirvió como reflejo de un futuro que nadie debería tener.
Un aplauso a la obviedad que decidimos ignorar de vez en cuando. Y al descubrirnos más pendejos que nunca, sobre todo.
Laifisgud.