Una historia en común…
Leopoldo y Magdalena tenían una historia en común: Habían sido novios y, según ellos, se amaron como nunca amarán a nadie…
Todo en su romance fue bastante bueno; compartían —sinceramente— los mismos gustos en música, lectura, cine y todo lo que sea que les pudiera gustar. Pasaban casi todo el día juntos, eran el uno para el otro (o al menos eso parecía). El tiempo, el cuerpo y la mente de ella: eran el tiempo, cuerpo y mente de él; y viceversa… Pocas veces se puede ver a una pareja que diga amarse y que se les crea sin dudarlo.
Al verlos juntos, no se podía evitar sentir envidia y ganas de estar en una situación similar con alguien. Era realmente soprendente la sincronía que tenían para reír y decir ciertas cosas al mismo tiempo; no lo planeaban, sólo surgía. El brillo en los ojos de ambos cuando se miraban entre sí era imágico e inconfundible… Eran capaces de hacerle creer a cualquier incrédulo que el amor de verdad existe.
“Mi cariñito“, le hacía llamar él; “My nobody else“, le hacía llamar ella… Y sí, se cantaban las respectivas canciones cuando se emborrachaban juntos. Lo suyo parecía una historia realmente de película.
Pero, como dicen, todo era demasiado bueno para ser cierto… A Magdalena le otorgaron una beca para estudiar en el extranjero (beca para la que se postuló en secreto, tanto que ni Leopoldo se enteró) y decidió aceptarla e irse sin decir nada. Y así fue, Magdalena se fue al extranjero sin despedirse de Leopoldo: Era incapaz de soportar el tener que despedirse del amor de su vida, según ella.
Cuando Leopoldo se enteró de que Magdalena se había ido sin despedirse y, peor aún, de que todo lo mantuvo en secreto, sintió un enorme vacío en el estómago y pensó que su corazón se detenía para no reanimarse jamás: Fue la noticia más impactante que había recibido en toda su vida. Lloró, lloró mucho y en silencio; pero sólo una vez.
Pasaron cinco años de Magdalena en el extranjero. Cinco años en los que Leopoldo no le escribió, ni contestó sus mails… nada. Cinco años en los que Magdalena espero con ansias regresar para poder abrazarlo y explicarle por qué había hecho las cosas de semejante manera. Cinco años en los que Leopoldo evitó hablar de ella a toda costa con quien fuera; mientras esperaba con ansias el regreso de Magdalena y una explicación. Cinco años en los que ninguno de los dos pudo conectarse con ninguna otra persona. Cinco.
Leopoldo se enteró de que faltaban tres días para el regreso de Magdalena; dudo mucho si debía ir o no. El día llegó y por fin se convenció de que tenía que ir al aeropuerto a recibirla…
Increíble, pero cierto: En cuanto se vieron, aquel brillo tan peculiar regresó a los ojos de ambos (aunque esta vez, era más el brillo en los de ella que en los de él); sonrieron y se abrazaron tan fuerte como pudieron… Lloraron juntos, como en los viejos tiempos.
Del aeropuerto se fueron a comer, a ver películas, platicaron como si nada hubiera pasado… Leopoldo no reprochó nada y cuando Magdalena intentaba hablar sobre el tema, él le decía que no era necesario y la besaba para callarla. Ese día terminaron juntos en la misma cama —justo como en los viejos tiempos—. Durmieron juntos, abrazados y con una sonrisa; Magdalena no podía creer lo que estaba pasando, ella estaba casi segura de que Leopoldo la odiaría después de tanto tiempo.
Así pasó un mes. Ambos recordaron viejos tiempos e inventaron un pasado juntos para esos cinco años. Magdalena hablaba ilusionada del futuro que tendrían juntos y Leopoldo aceptaba sin chistar. Todo era perfecto nuevamente (al menos para Magdalena). Un día, después de haber tenido sexo, mientras Magdalena se recostaba sobre el hombro de él, surgió una conversación inolvidable para ambos:
—Será genial nuestro futuro, my nobody else… Nada nos podrá separar. —dijo ella.
—Nada ni nadie, para tu desgracia… —replicó él.
—¿Pasa algo? ¿Ya no soy tu cariñito?
—Ja. Claro que no.
—¿Entonces? ¿Cómo me dirás ahora? —preguntó Magdalena bastante intrigada.
—”Mi putita”…
Magdalena no supo qué decir, se quedó sin palabras; sintió un enorme vacío en el estómago y pensó que su corazón se detenía para no reanimarse jamás… Lloró, lloró mucho y frente a él. Sentía culpa y sabía que lo que acababa de pasar había sido poco comparado con todo lo que de verdad se merecía.
Mientras seguía llorando, Magdalena sólo pudo decir: “Gracias por no odiarme”. Leopoldo se limitó a sonreír, vestirse y salir del cuarto sin despedirse.
Nunca se volvieron a ver.