Bóveda inservible

Conforme pasa la vida, el corazón y la mente reciben golpes tan distintos entre sí, en forma como en intensidad, que terminan fortalecidos por inercia. Se curten, perfeccionan su armadura. Se vuelven guerreros capaces de enfrentar la mayoría de las batallas sin que las piernas tiemblen. Sin embargo, este caparazón emocional llega con una gran desventaja: la insensibilidad. No la del tipo cruel con los sentimientos ajenos sino la inocente, esa que se pierde de todo por no dejarse afectar por nada. Así aparecen personas, momentos o lugares relevantes que terminan arrinconados en la insignificancia de lo desapercibido, dentro de alguna bóveda que no necesita protegerse de nada porque a nadie le importa. Lo mágico pasa de largo. O se deja pasar. Lo material es lo único que vale: tener, poseer y dominar, pero nada de sentir. Y pasa más vida y vienen más golpes y corre más tiempo y lo material se llena de un valor sentimental que nunca debió tener. Mente y corazón terminan creyendo que es normal ser de hojalata, que es normal vivir con los guantes arriba esperando el próximo golpe. Mente y corazón terminan buscando rivales de su mismo peso. Y la vida sigue y todo se convierte en un ring de box y el metal se convierte en el perfume del mundo, pero está bien; nadie percibe nada cualquier forma. 
De pronto, mientras la vida sigue pasando, las batallas se eligen cada vez con más sabiduría. O eso se cree. La realidad es que ya ninguna batalla vale la pena. Se pierde el interés en el entorno y con él las ganas de pertenecer al mismo. Toma todo, o no; me da igual. Suelta un golpe, o no; me da igual. Este cansancio da paso a la relajación por ignorancia (la que nos descuida por idiotas), el momento perfecto para bajar la guardia y descuidar la armadura. Mente y corazón se columpian en su mecedora sin preocuparse por nada y son atacados por lo que tanto ignoraban: el sentir. La tragedia es que no sienten nada más que un vacío infinito. Es la nada soltando un golpe más fuerte que cualquier otro. La soledad convertida en tristeza y la tristeza convertida en un obstáculo a las ganas de alzar la guardia o vestir cualquier armadura. Ya con la batalla perdida, una vez más se ponen de pie. Y prometen no volver a descuidarse. Y se lo creen. 
Han aprendido a sobrevivir a la tristeza. Pero la tristeza es inmortal.