Disociación

Recuerdo haber conocido a la persona con la mejor memoria del mundo. Era capaz de recordar los nombres y los rostros de absolutamente todas las personas que cruzaban por su vida, además de las diferentes situaciones y temas de conversación intercambiados con cada una. La capacidad que tenía para mencionar la fecha exacta de cada suceso era lo que más me sorprendía de él. Irónicamente, era huérfano. Aunque recordaba con exactitud el día y la hora en que murieron sus padres, nunca quería hablar de eso, se limitaba a decir que habían muerto en un accidente cuando él tenía seis años. Alguna vez le pregunté si tenía más familia y me dijo que no. Nunca me gustó preguntarle más de lo que me quería contar. Después lo dejé de ver.

Hace unos meses lo llamaron del hospital para informarle que su hermano había sufrido un accidente y que buscaban donadores de sangre. Colgó pensando que era broma; la curiosidad lo hizo visitar el hospital. Al entrar en la habitación de su hermano, descubrió que tenía un gemelo al que no recordaba en absoluto. He visto gente desmayarse, pero nunca nada como eso. Pareció haber muerto de la impresión. Despertó después de un par de horas en el sofá del cuarto, junto a su hermano. No sabía qué decirle, así que sólo dijo lo primero que se le vino a la mente:

—¿De dónde saliste y por qué apenas te apareces?
—Tú no tuviste la culpa —contestó el extraño.
—¿De qué hablas?
—Del 26 de Octubre de 1986. Tú no tuviste la culpa.

Salió del cuarto sin decir nada, dejando al moribundo cumplir con su función.

Se necesitaría desempolvar nuestro juguete favorito abandonado, y que éste cobrara vida contándonos todos esos recuerdos que hemos eliminado, para entender una mínima parte de lo que él sintió. Esas ganas de llorar de felicidad le resultaban ajenas, por eso se espantó cuando salió la primera lágrima. Por eso corrió a esconderse y dejó pasar el momento. Por eso se mató.

Los recuerdos reprimidos se tratan con respeto, entendí.

 
M.