La fábula de la piedra viajera

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Érase una vez una piedra filosa, pesada y fea que —por culpa de un destino indeciso— pasó de pertenecer a una montaña emblemática al fondo de un río insignificante.

Enojada con la vida por la pérdida de estatus, la piedra se comprometió consigo misma a nunca más sentir cosa alguna por nada ni nadie y causar el mayor daño posible a la menor oportunidad. El río, decepcionado por no poder ser amigos, se limitó a dejarla ser y nada más.

Pasó el tiempo y mientras la piedra seguía con su actitud de mierda, el río dejaba que las cosas sucedieran y ya. Así fue que su caudal aumentó hasta dar vida a un paisaje hermoso, lleno de árboles, flores y el etcétera de cosas que todo gran paisaje necesita.

Un buen día se corrió la voz acerca deste nuevo paraíso y miles de amantes comenzaron a llegar a él para celebrar su luna de miel. El cielo (azul como ninguno), la mágica ubicación y la paz que se respiraban ahí lo hacían el lugar perfecto para perder el tiempo idiotizado en compañía de el/la causante.

Ante la invasión de privacidad, la amargura de la piedra aumentó junto con sus ganas de hacer daño. Y así lo hizo, tenía todo para conseguirlo: su posición tan cercana a la orilla le hacía pasar desapercibida, razón por la cual muchos pies terminaron con alguna cortadura gracias al filo de esta gran piedra.

El río, preocupado por sus visitantes, lavaba la sangre y hacía desaparecer cualquier rastro de dolor de inmediato. Esto dio nacimiento a un mito: aquellos que se cortaran con el filo de esa vieja piedra tendrían las relaciones más duraderas.

Dicho mito detonó el turismo y la amarga piedra se convirtió en un ícono amoroso incluso contra su voluntad. El río, fiel a su postura de no hablar con quien no quisiera hablar con él, se burlaba en silencio.

Para sorpresa de pocos, la piedra rompió su autopromesa y terminó emocionada por su fama creciente. Fuera cierto o no, le gustaba sentirse capaz de dictaminar el rumbo del amor. Pero más le gustaba recibir de nuevo las miradas que tanto extrañó desde que el destino la apartó de aquella gran montaña.

Lastimaba con fuerza, pero con buenas intenciones. “Por el amor”, decía.

Como era de esperarse, ningún tipo de dicha es duradera (mucho menos en tiempo-piedra) y el mito comenzó a perder fuerza. ¿La razón? Cada vez era más difícil cortarse con el filo de aquella piedra; el agua la había suavizado.

Los reflectores se fueron y la piedra terminó con el corazón roto una vez más. Pasó de ser ícono de los amorosos a punto de apoyo para los clavados de turistas jipis. Enfurecida consigo misma por haber roto una promesa propia, esta vez no prometió nada y se limitó a guardar silencio hasta morir. El río, que seguía sin hablarle, lloraba con ella en secreto.

Pasaron cientos de años y aquella famosa piedra que alguna vez midió lo que un oso, ahora medía mucho menos de la mitad de su tamaño original. Se volvió una más: insignificante, sin filo ni forma peculiar.

La piedra se hizo cada vez más pequeña. Tanto que su peso ya no podía contra la corriente de aquel río que durante tanto tiempo fue su casa y con quien nunca cruzó palabra. El río, sin decir nada, sonreía al ver que su caudal movía poco a poco la piedra de lugar.

Un día como cualquier otro, el río por fin logró alzar la piedra y llevarla con su corriente. La piedra, tras siglos de no sentir nada, volvió a sentir furia: ¿por qué no la dejan desintegrarse y morir en paz?

Tras varios días de viaje sobre el río, la furia se convirtió en sorpresa. La piedra sintió la necesidad de disculparse por su actitud hacia este río que ahora la llevaba a nuevos destinos, pero el río la cobijó haciéndola sentir que no era necesario. Ambos sonreían en silencio.

La mayor sorpresa y felicidad de esta piedra vieja llegó justo en el momento en que las aguas del río se mezclaban con las del mar. Tras ver este espectáculo por primera vez, la piedra dijo adiós al río y se sumergió en el fondo del mar comprometida consigo misma a no volver a prohibirse nada.

Y vivió sumergida en el fondo del océano durante otros muchos años más, sorprendiéndose por todo. Hasta que un día terminó a las orillas de una playa y una niña amante de piedras la recogió para añadirla a su colección.

Intrigada porque la separaban de nuevo de su lugar feliz, la piedra recordó su compromiso de no amargarse más y se dejó llevar.

Hoy, 80 años después de haber sido adoptada en la playa, una piedra feliz adorna la urna con las cenizas de su mejor amiga: una escultora que la convirtió en la estatua más pequeña y famosa del mundo.

*foto de J. Morgan