Nudillos inmóviles

Cuando era niño me rompí los nudillos de la mano derecha golpeando una pared durante un berrinche que mis padres calificaron como interminable. Días más tarde, harto de estar enyesado y sintiendo comezón todo el tiempo, decidí espontáneamente quitarme el yeso con un cuchillo. Fracasé y terminé cortándome un tendón, lo que me dejó una mano inmóvil e insensible y un yeso de mayor duración que no sirvió para nada.

Mis padres nunca se perdonaron. Y aunque yo sabía que la culpa no era suya, usé sus ganas de perdón a mi favor para conseguir todo lo que quise.

Mi técnica manipulatoria funcionó por varios meses dejándome con un clóset lleno de regalos y una barriga llena de comida chatarra. Pero, como siempre pasa, todo padre quiere a sus hijos hasta que éstos le agotan la paciencia. Es entonces que optan por tomar medidas drásticas.

Desesperados por mi comportamiento y mis ataques explosivos de ira —siendo el último cuando salté por la ventana de mi cuarto con esperanza de salir a jugar—, mis padres consideraron que era buena idea llevarme con un terapeuta especializado que después les recomendó a un psicólogo especializado que terminó recomendándoles al mejor psiquíatra especializado en un país poco especializado. Nadie entendía nada: ni yo, ni mis padres, ni la cantidad ridícula de médicos con los que tuve consulta.

Poco a poco, con cada vez más heridas creadas en ataques de ira, fui víctima de la prueba y error. Pasé por distintos tratamientos que no servían de gran cosa, hasta que apareció algún médico hijodeputa que recomendó a mis padres ser internado para administrarme un nuevo tratamiento experimental. Al principio dijeron que no duraría más de 6 meses, pero terminaron convertidos en dos años con visitas cada tercer día y en un cambio drástico de mi comportamiento.

Mis padres estaban tan contentos con mi cambio que nunca se tomaron la molestia de preguntar qué carajos habían hecho con su hijo. Una vez liberado, me trasladaron a mi viejo cuarto ahora lleno de juguetes nuevos. Incluso quitaron los candados a todos los cajones de la casa. Nada sorprendente. Después de todo, su hijo ya no era su hijo; era otro. Ahora su labor era más fácil: pasaron de tener que vigilarme todo el tiempo a sólo asegurarse de que me tomara el tratamiento (una píldora de horrible sabor) en el horario adecuado.

Se encargaron responsablemente de mantenerme drogado a toda hora sin darme oportunidad de volver a ser lo que antes fui, lo que nunca dejé de ser. Y con cada toma de esa horrible píldora crecía mi odio hacia ellos. Ya no podía explotar en ira físicamente, pero en mi cabeza estallaba imaginando una y otra vez distintos tipos de muerte para cada uno.

Pasaron los años y el tratamiento siguió siendo el mismo. Reducir la dosis era un riesgo que mis padres no pensaban tomar. Me sentía perdido, vivir así era aburridísimo: somnoliento, con sed y sin ganas de nada —o bueno, sólo con ganas de una misma cosa desde que fui encerrado—.

Con mucho esfuerzo logré desarrollar tolerancia al medicamento y aprendí a controlar mis impulsos, actuando como si el tratamiento siguiera haciendo el mismo efecto que durante las primeras tomas.

Poco a poco recuperé la conciencia y comencé con el mejor plan del mundo. Seguía tomando el medicamento religiosamente y odiando a mis padres en cada toma. Seguía imaginando su muerte. Seguía siendo yo, con la única diferencia de que mi ira dejó de ser descontrolada a sólo estar bien dirigida.

Así pasaron cinco años de frustración por no poder mover mi mano y por tener que tomar un medicamento que no hacía nada más que ponerme en estado vegetal. Cinco años en los que, afortunadamente, aprendí a tener paciencia.

Hoy, 20 años más tarde, agradezco las ventajas de no sentir la mano derecha. Fue de gran utilidad para mi plan.

Qué gran ironía: yo nunca sentí el dolor que mis padres sí. Ni cuando me lastimé, ni cuando decidí matarlos a golpes con mi mano inservible.

Lo mejor de todo es que ya no necesito ningún tipo de tratamiento para estar tranquilo.