Ahorcado

Toda mi vida, que quizá no es mucha, me he esforzado por ser lo que se espera de mí. He sido, creo, un buen hijo, buen hermano y buen estudiante —me imagino que habrá también quien piense que soy buen amante. 
Desde niño se me educó para ser el mejor, para no rendirme ante nada y demostrar todo el tiempo mi capacidad. Al principio me era fácil obedecer: tareas, exámenes y prácticas de lo que fuera. Me era fácil, supongo, porque asumía que era lo normal, porque no conocía ninguna otra forma de ser. Podría decir que hasta lo disfrutaba (¿quién no disfruta que le aplaudan en tal o cual ceremonia, o sentir la envidia del resto de los idiotas del salón llamándote ñoño, o que le repitan hasta el cansancio el orgullo que produce a los demás?). Y más aún cuando nunca fue difícil para mí cumplir con las labores escolares; me resultaba muy sencillo sacar buenas calificaciones sin tener que estudiar todo el día anterior como el resto de los idiotas de mi salón. Quién sabe.
Y todo iba bien, pero con el paso del tiempo ya no sólo se trataba de sacar buenas calificaciones: comencé a tragarme el concepto de que sin una buena carrera o un título universitario las cosas serían más difíciles. Llegó el estar consciente de las carencias y el nivel de pobreza que se escondía por mi casa, llegó el entender por qué a todo el mundo se le inflaba el pecho con la simple idea de que fuera un buen estudiante. Llegó el asimilar que provengo de una familia de fracasados e inútiles, pues… Es decir, por fin uno entiende lo que significa un: “nos tienes que sacar adelante”. Y lo peor, uno se lo cree y termina aceptando la deuda que tiene con la familia. “Oh, sí, lo haré por mis padres, que tanto han sufrido…”. 
Total, así es como uno se encuentra motivado por razones que no son propias sino inculcadas. Recuerdo que la imagen de mis padres cansados y desilusionados porque ninguno de mis hermanos ha sido capaz de hacer algo de provecho con sus vidas me hacía querer cumplir con mis labores. Y es que mis tareas ya no eran tan simples como las de la primaria y mis exámenes eran cada vez más complejos. Dormía poco y estudiaba mucho. Ah, la casita de mi mamá. Ah, el cochecito para mi papá. Hermanos hijosdeputa, no sé quién dijo que ser el menor era una bendición.
Y me gradué con honores. Y mis padres lloraron en la ceremonia. Y conseguí un buen trabajo. Y la casita de mi mamá. Y el coche para mi papá. Y los hermanos que no dejan de pedir dinero prestado. Y etcétera.
Sin embargo, no culpo a mis padres ni a mi familia; después de todo, el hambre hace que uno aspire con más fuerza las cosas que nunca ha conocido y que todo el mundo cree que son buenas. Lo irónico es que pasado el tiempo uno también se vuelve ambicioso y ya no se esfuerza por la familia sino por las putas, el dinero y los lujos. Porque no hay nada más hermoso que olvidar la humildad y vivir acariciándose el ego. Porque en el fondo tanto esfuerzo da como fruto el poder y la superioridad. Porque es hermoso estar en los zapatos de quienes alguna vez te humillaron. Porque eres débil y crees que sólo los idiotas mantienen los pies en la tierra.
Hoy miro mi reflejo frente al espejo y me pregunto para qué quiero todo lo anterior: el trabajo bien pagado, el carro deportivo envidiable, la mujer hermosa y la casa perfecta. ¿Cuánto de todo lo que tengo vale la pena? Me he convertido en un autómata; todo lo que tengo se lo debo a que asumí heroico mi papel de hombre perfecto. La sociedad me ha programado demasiado bien, digo. Soy el peor de los clichés. 
Siento asco. Ah, pero mira qué guapo te ves con ese traje y tu corbata, ¿no crees que el nudo está un poco flojo? Apriétalo bien. Más. Más. Más. 
Perfecto, siempre quise ser trapecista.