Del ser insignificante…

Melecio disfrutaba de caminar por las calles sin rumbo fijo. Le gustaba observar a las personas y descifrar las historias que, según él, éstas le contaban a través de sus miradas. Ésos eran sus únicos placeres: caminar, observar y descifrar. Y los disfrutaba en demasía; sin embargo, el hartazgo y el aburrimiento llegaron a él. Una sensación de asco hacia sí mismo lo invadió repentinamente.

Sabía que su vida era miserable; ya no tenía ningún motivo para estar vivo. Diario se preguntaba qué caso tenía seguir trazando una línea en una hoja ya bastante rayada y con una pluma cuya tinta había dejado de pintar hace demasiado tiempo. Diario rezaba por encontrar algo que le hiciera sentir placer aunque fuera por última vez.

Un día, mientras caminaba por el parque, se encontró con un grupo de seres sentados en círculo y platicando bastante a gusto. Los integrantes del grupo eran bastante parecidos entre sí, a simple vista se notaba que compartían un secreto. Melecio se acercó temiendo que lo fueran a rechazar, pero en cuanto vieron que él tenía todas las características para pertenecer (en resumen, el look de un perdedor) le abrieron un espacio para que se pudiera integrar. Melecio se presentó, contó su historia y escuchó las historias del resto. Se sorprendió al ver que todos compartían su misma situación: Familias que ignoran su existencia, hijos que no obedecen, parejas infieles, hambre, sed, y un largo etcétera.

Melecio no lo podía creer, sus plegarias habían sido escuchadas, al fin tenía un nuevo motivo para seguir vivo. La plática se alargó por horas, tanto que no le importó quedarse a dormir en el parque.

El grupo se reunía todas las tardes y él prometió regresar al día siguiente. Estaba decidido, regresaría a su casa sólo para despedirse y se lanzaría a vivir sin importarle nada, jurando no volver jamás… Y así fue: Melecio llegó a su casa, convivió un poco con sus hijos, fue ignorado por su esposa y comió por última vez en su hogar.

Melecio se encargó de que todos entendieran perfectamente que se estaba despidiendo y que no pensaba regresar jamás. A nadie le importó.

Una vez hecho lo anterior, salió de su casa bastante feliz y decidido a disfrutar su nueva vida. Caminó varias calles y, al cruzar la avenida, cumplió inmediatamente su juramento de no regresar jamás.

Melecio murió atropellado.

La familia de Melecio no se percató de su ausencia hasta después de una semana, cuando el niño más pequeño de la familia encontró su collar tirado justo en el centro del jardín. Concluyeron que se lo había llevado la perrera y no estaban dispuestos a hacer nada. Total… era sólo un “pinche perro viejo”.

P.D.: Ningún animal resultó herido durante la escritura de este post. Los quiero… adoptando un perro de la calle.