La caída de los prejuicios

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Cualquiera de las menos de diez personas que me conocen sabe que soy un gran fan de los perros. En todas sus formas. Tanto que los considero la única cosa buena que hemos hecho los humanos con la naturaleza y creo que los memes de lomitos deberían ser el único legado que sobreviva a nuestra extinción.

Aunque debo confesar que no siempre fue así.

Mucho antes de ser fan de cualquier perrito, llegué a pensar que algunas razas eran mejores que otras. Y otras mucho peores.

Como consecuencia, mucho tiempo odié a los chihuahuas sin motivo alguno. Nomás por la ciega y necia voluntad de mis güevos.

Me parecían perros horrendos, chillones y molestos. Ratas que aprendieron a ladrar, creadas solo para viajar en bolsos culeros y posar junto a la insoportable de Parishilton.

Tal era mi odio que tan pronto veía uno, lo evitaba a toda costa por el miedo a no poder controlar mis ganas de patearlo al confundirlo con un roedor. Incluso me volví un vocero en su contra.

Y eso sentí muchos años…

Hasta el año pasado, cuando conocí a Pimi. Una rata que aprendió a ladrar, pero que también aprendió a robarse los mejores (y muy pocos) sentimientos que (contrario a la opinión popular) es capaz producir mi hojalateado corazón.

Con su llegada, Pimi no solo me demostró que mi repulsión hacia los chihuahuas era un prejuicio pendejo, también me comprobó que algunas ratas pueden ser hermosas.

Lo más importante: me hizo cuestionarme sobre las cosas que aborrezco nomás por la ciega y necia voluntad de mis güevos. Y lo pendejo que eso puede llegar a ser.

Sin embargo, debo aclarar que esto no es una carta de redención ni una declaración de guerra contra los prejuicios. De hecho, soy un fiel creyente de que los prejuicios nos protegen y ayudan a sobrevivir (por ejemplo, cuando logramos evitar a un vendedor de cupcakes desde la distancia). Es más, creo que algunas veces pueden ser muy divertidos. Y quizá por eso sigo teniendo muchos.

Esto va más bien en contra del considerar cualquier prejuicio como invencible y negarle a la realidad su derecho de réplica. Privándonos así de un mejor entendimiento del mundo.

O como en mi caso, que pude haberme privado de sentir algo muy chingón solo por negarme a ver más allá de la expresión de una rata ladrando.

Hoy por ejemplo, aún creo que los chihuahuas parecen ratas. Pero de alguna extraña forma, cada que veo a uno, recuerdo al Pimi y me pongo de buenas. No más ganas de patearlos.

Así que supongo que de eso se trata la verdadera caída de los prejuicios: de aceptar que alguien/algo te puede caer bien, aunque todo lo que represente te parezca repugnante.

O mejor dicho, tumbar un prejuicio es tomar el control sobre la ciega y necia voluntad de tus güevos.

tl;dr – Los perritos rifan.